10 de enero de 2016

Cómo escuchar y lograr que nos escuche nuestro/-a  hijo/-a adolescente

A todos los padres y madres nos gustaría que la adolescencia pasase lo más rápidamente posible. Queremos estar al lado de nuestro hijo/-a, pendientes de él, como lo hemos hecho desde que nació, pero muchas veces no sabemos cómo. Nos desbordan las situaciones que se nos presentan cada día, y tenemos mucho miedo de no hacerlo bien. Y a todo ello hay que sumarle la cantidad de años que son necesarios hasta que el ser humano pasa a su siguiente etapa evolutiva. Desde los 10 años, que es cuando por término medio comienza la preadolescencia, hasta los 20 años, que suele terminar la adolescencia. Por eso a mí me gusta llamarle “la carrera de fondo de los padres ” porque es una etapa en la resistencia juega un papel decisivo.

Hasta aquí, el sentir como padre o madre. Ahora vamos a ponernos en la piel del adolescente. Y esto es, en líneas generales, lo que se le pasa por la cabeza, su sentir:
  • “¿Quién soy? Ya no soy un niño pero tampoco soy una persona adulta. Estoy en terreno de nadie”.
  • “¿Qué me está pasando? Hasta hace poco lo tenía todo bastante claro y de repente mi cuerpo cambia, y mi cabeza está ocupada con cuestiones diferentes, nuevas para mí. No entiendo nada y por si fuera poco las personas que tengo más cerca, en mi casa tampoco me entienden. Mis amigos y compañeros son los únicos y en ellos me refugio. Sólo puedo confiar en ellos”. 

Lo que el adolescente quiere expresar

escuchar y lograr que nos escuche nuestro hijo adolescente
Hablar de los adolescentes, en general, sin precisar edades, es un poco pretencioso porque poco tiene que ver un adolescente de 14 años con uno de 20. Pero voy a generalizar porque lo que intento es transmitir lo esencial, lo que se encuentra detrás de una buena escucha, de una escucha activa, porque todos necesitamos saber que somos importantes, sobre todo para las personas que tenemos más cerca.

Estamos cansados de oír a nuestros adolescentes sus quejas, lamentos, exigencias. Pero, si nos paramos unos segundos, nos daremos cuenta de que detrás de todos estos mensajes rutinarios está la necesidad de ser escuchados (lo contrario a ser ignorados).

La mayoría de las veces bastaría con dedicarles 3 ó 4 minutos de nuestro 'valioso tiempo' y habríamos hecho una buena inversión como padres en la formación de su madurez.

Lo primero que perciben es que son importantes para nosotros ya que nos paramos, somos capaces de dejar por un momento nuestros quehaceres y les prestamos nuestra atención. Y estamos satisfaciendo una necesidad muy profunda e imprescindible para cualquier ser humano y es la necesidad de reconocimiento y de cariño.

Para que practiquemos el arte de la escucha es imprescindible, en primer lugar, que consideremos que “sirve para algo”. En nuestra “sociedad de la utilidad” todo lo que no sirve lo desechamos. Y en segundo lugar, que no tengamos prisa por obtener resultados inmediatos. No podemos olvidar que con un adolescente estamos haciendo una inversión a largo plazo, ¡y con el máximo interés! (un interés muy distinto, afortunadamente, del que nos ofrecen las entidades bancarias).

Otras formas de escucharles

En terapia gestáltica, el ejercicio de escribir una carta es muy beneficioso y ayuda a darse cuenta de por dónde van los conflictos y de las pistas que se pueden seguir para la resolución de los mismos.

Esta carta, que añado a continuación, es el reflejo auténtico de lo que les ocurre a muchos adolescentes. Además, he sido testigo del impacto que ha causado en los padres cuando la he utilizado como material en la escuela de padres.

Carta a mis padres

Queridos papás:
Hoy por fin me dedico a escribiros. Nunca lo he hecho porque ni se me habría ocurrido. Pero ya no aguanto más.
Vivo tan aislado, tan metido dentro de mí que me parezco a un caracol. Vosotros no sabéis nada de mí, y yo tampoco sé casi nada de vosotros.
Me parece que creéis que todo me va bien, que no tengo problemas o que mis problemas no tienen importancia, o que son normales. Yo no sé que pensáis de mí. Y esto me da pena y rabia a la vez porque pienso que si para esto es la familia, pues no vale la pena vivir en familia. Igual sería estar en una fonda o en un hotel o en una residencia.
Ni yo mismo sé bien lo que me está pasando. Antes era feliz porque no me preocupaba nada; con cualquier cosa lo pasaba bien. Pero hoy no.
El otro día quise decirte algo de mí, papá; quise decirte que las notas próximas no van a ser buenas. Pero tú estabas cansado, no tenías tiempo para mí; nunca tienes tiempo para escucharme, ni para oír mis miedos, ni para que pueda preguntarte, para jugar contigo. Me das pena porque trabajas mucho y me dices que lo haces por nosotros, tu familia; pero, ¿de qué sirve que me des dinero y un montón de cosas -todo material- si no te veo alegre ni contento de vivir?
Esto me hace pensar que si la vida que me espera es como la tuya, apañado voy… Y el caso es que cuando te veo así, cansado, recostado sobre el sofá viendo la televisión o leyendo tu periódico, siento dentro de mí que te quiero. Y muchas veces he sentido unas ganas locas de decírtelo, pero he tenido miedo. He tenido miedo a que no dieras importancia a mis palabras o a que dijeras que eso son tonterías. Y así he ido aprendiendo a callarme y a hablar sólo del fútbol, o del tiempo, o del cine, o de cosas que yo creo que son superficiales.
Y tú, mamá, me preguntas mucho por mí, por mis problemas. Pero quiero decirte que también me resultas cargante a veces; siempre estás encima de mí, dándome consejos como si todavía fuera un niño pequeño al que hay que mimar y proteger. Me preguntas, pero desde ti solamente, y sólo si hago lo que tú aconsejas parece que estás satisfecha de mí y, como a papá, te digo: no sabes nada de mí.
En fin…querría haberos contado muchas cosas al empezar esta carta, y ya veis. Me parece como sí no os hubiese contado nada.
Y es que hablar de mí también me cuesta mucho. Vivo triste, amargado, sin ilusión por nada. Quería haberos hablado de mis estudios, de lo que me pasa por dentro, de que vivo sin amigos ni amigas, de que me creo una cosa insignificante en un mundo que parece una tómbola o una feria para divertirse y, en el medio, estoy yo como la piedra del suelo que pisan todos sin darle ninguna importancia.
Sí, yo también soy de los que piensan que esta sociedad está mal, aunque no me lo hayáis oído decir porque me callo. Admiro a las personas que son valientes al hablar y al hacer, porque yo me veo incapaz de hacerlo.
Yo me veo tan gusano... ¿Qué puedo hacer yo envuelto en esta nube tan oscura de nuestro mundo triste y agresivo? Tengo miedo de volverme también agresivo como los demás.
Por eso pido ayuda, os pido ayuda; no sé cómo me la podéis dar, pero si no la encuentro en vosotros, no sé dónde la voy a encontrar, como no sea en dejar pasar el tiempo y esperar que de mí mismo, algún día, salga una fuerza que me haga ver el mundo mejor. Pero ahora… ¡qué mal lo paso!
Aunque no con mucha fuerza, os digo que os quiero.
Vuestro hijo.

¿Los adolescentes nos escuchan?

Conscientemente, por supuesto que no. Los adolescentes están tan ensimismados "mirándose el ombligo" que sólo tienen oídos para sus iguales, para sus necesidades, ‘sus millones de problemas’. Siendo el principal de todos ellos, y que engloba a los demás, el de ser capaces de encontrar su sitio en nuestro mundo de adultos. Y esto les va a llevar años conseguirlo.

Y caemos en la trampa de ponernos a su altura y decimos ¡pero si él ni me mira cuando le hablo, y quiere que yo le escuche...! ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Pues sí, hasta ahí tenemos que llegar... ¡y más lejos!, porque es la única forma válida, la del ejemplo, lo que funciona, lo que sirve para algo. Lo demás son palabras vacías. Escuchar es una habilidad, una destreza, que debemos aprender nosotros primero y poner en práctica para poder enseñarla. Nosotros somos los adultos, los supuestamente maduros, de los que tienen que aprender.

Algo que se nos olvida, a menudo, es que para poder escuchar de una forma “activa” hemos tenido que “escucharnos primero a nosotros mismos”. Para poder empatizar con ellos hay que aprender a escuchar sus vivencias, inquietudes, propósitos, proyectos, aunque no tengan nada que ver con los nuestros e incluso nos parezcan disparatados.

Comprender no es lo mismo que estar de acuerdo.

La recompensa esperada

Aunque muchos padres no lo puedan reconocer, todo lo que hacen por sus hijos no es a fondo perdido. Necesitan obtener recompensas por todo lo que hacen por ellos. Me he encontrado en sesiones de terapia con padres que les estaban pasando factura a sus hijos de todo lo que hasta entonces habían hecho por ellos. Esperaban la recompensa y así recuperar, en forma de notas, títulos académicos, etc., “todo lo que habían hecho por ellos”. Y todo ello como pago, no como simple satisfacción de haber conseguido tener a su lado a una persona responsable de su vida.

Sin embargo, es evidente que, cuanto más satisfecho se siente uno como persona, menos utiliza a sus hijos como cubierta protectora.

Hace pocos días me contaba un amigo psicólogo algo que le había ocurrido en su consulta. Un padre angustiado por los pésimos resultados académicos de su hijo universitario verbalizaba con muchísimo esfuerzo: “No voy a tener más remedio que abandonar la idea que me hacía de que mi hijo fuese ingeniero de Telecomunicaciones. ¡Con la ilusión que me hacía!... Estoy seguro de que era la mejor profesión que podría desempeñar. Lo digo por su bien...”

Éste es un típico caso de proyección. El padre proyecta en su hijo “su deseo”, su necesidad de tener un hijo ingeniero de Telecomunicaciones, pero no se para a analizar el porqué del ‘fracaso’.

¿No cabe la posibilidad de que este hijo por dar gusto a su padre esté estudiando una carrera que no le guste?

Una buena escucha gratificante y efectiva

Como sufrida y esperanzada madre de adolescentes que soy, una de mis experiencias más gratificantes ha sido la de sorprenderles con una buena escucha. A la rutinaria llamada de “¡mamá!”, cuando ha sido posible, me he parado, he acudido donde él estaba (incluso me he sentado cerca) y mirándole a la cara, después de un más o menos automático “dime”, me he sorprendido a mí misma porque había sido capaz de decirle a mi hijo “te escucho, eres importante para mí”. Así he podido conectar con su tristeza, alegría, duda, temor… ¡y con su exigente demanda!: “Me tienes que dar dinero…”

Y aquí, lo que tocaría sería el sermón: “¿Otra vez? ¿Crees que a mí el dinero me lo regalan?”, por supuesto con el tono de voz y gesto de enfado. Esto sería lo que ellos esperan y aquí comenzaría la guerra de la que saldríamos perdiendo porque al final les daríamos el dinero. Es más fácil ir a buscar el dinero, dárselo y aprovechar la ocasión para hablar con ellos. Si le ponemos empeño y además disponemos de unos minutos (tampoco se trata de cansarles ni cansarnos), descubriremos el valor del tiempo que estamos en comunicación y lo que esconden, a veces, las rutinarias frases. Es aquí donde se nos presenta ‘la ocasión de oro’. Porque lo que nunca, nunca, funciona con un adolescente es el siguiente planteamiento: “Carlos, hijo, ¿qué te parece si quedamos a las siete, para que yo te explique cuál es el valor del dinero?” Esto, con un adolescente, en el año 2015, es ciencia ficción. Por eso no nos queda otra que aprovechar cualquier situación y poner en claro cuáles son sus límites.

Con un adolescente hay que estar siempre lo más atento posible a sus demandas de comunicación. Con las antenas desplegadas dispuestos a captar las señales sutiles que nos envían tales como: “Mírame, ¿cómo me queda esto?” o “no aguanto más, ¡esto es una mierda! Tú tienes la culpa de todo. No tienes ni p... idea de lo que me pasa. Tú has nacido ya viejo. Cuando cumpla 18 años, me las piro” (“¿será verdad?, me daría una alegría”, piensan muchos padres, aunque por supuesto no lo verbalicen).

Y también hay que aprovechar, con bastante arte, es verdad, para llevarlos a nuestro terreno de educadores.

Aprender con los adolescentes, por ellos y para ellos

Aprender a estar en silencio con ellos puede ser un buen aprendizaje. No siempre hay que utilizar palabras para comunicarse. El adolescente no siente la necesidad de hablar continuamente con sus padres. Y tampoco todos los silencios tienen que ver con malestar. Estar en silencio con el otro es comprensión y aceptación.
Son muchos los aprendizajes que se hacen a lo largo de una vida, para mí el de ser madre, siendo el más duro sin duda alguna, ha sido y sigue siendo el más gratificante, con diferencia. Pero no todas las personas ven claro que esta “carrera de fondo” (de resistencia) que significa estar al lado de un adolescente merezca la pena, porque no confían en el éxito final. Sin embargo, puedo asegurar, desde mi doble faceta de madre y psicoterapeuta, que mantenerse firme y con cariño al lado de un adolescente siempre da buenos resultados, y es el mejor pago que podemos recibir.

No obstante, no hay que olvidar que:

1.- La autoridad no debemos perderla. Tenemos que tener claro cuáles son los límites que deben saber que tienen en sus vidas.

2.- El cariño se percibe siempre. Y nuestros hijos lo reciben.

3.- No hay resultados ¡YA! Los resultados, a largo plazo.

INÉS MARÍN
Psicóloga infantil


No hay comentarios: